27 de septiembre de 2015

II - II

Se había arrepentido. Sólo bastaron unos segundos para que las lágrimas se fundieran con el mar, y el coirón, frío, seco e implacable hiciera brotar el llanto carmesí que tanto tiempo habían guardado sus pies descalzos. Cada paso era peor que el anterior y con cada uno de ellos comenzaba a darse cuenta de que no era la misma de antes. Su entereza, al igual que esos callos que la hacían sentir tan orgullosa en su niñez, se había desvanecido.

Todo, excepto ella, seguía igual. Al este, la costa rocosa y el mar, que se extendía tan lejos como llegaba la vista. Al oeste, pampas interminables y ventosas que se perdían en las montañas. Y en el centro de aquello, como un tenaz y obstinado centinela de sus recuerdos, seguía él, el árbol inclinado. Demasiado testarudo para morir, demasiado orgulloso para dejar que el viento lo derrote, pero era sabio, pues sólo él se había adaptado a los azotes de su tierra. Si, era el único que se había doblado, pero también era el único que permanecía de pie.

Aquello le recordaba la cálida sonrisa del viejo Froilán, su padre, tan testarudo y orgulloso como el viejo centinela. Casi podía sentir el olor del café caliente en las tardes heladas y las risas que compartían en la pequeña cabaña junto al árbol, que los protegía de un viento tan similar al que sentía ahora, que no pudo hacer más que detenerse nuevamente y dejarse vencer por sus recuerdos.

Tras unos minutos el frío la sacó de su trance, fue entonces cuando abrió los ojos. Ya no podía andar a pata pelada por las viejas pampas de su padre, ya no podía subir al árbol doblado por el viento, ya no había nadie para recibirla con una sonrisa, curarle las heridas y decirle bonitas mentiras.

Sólo quedaba el bote regalón del viejo, maltrecho e inutilizable, volteado por el viento sobre la derruida cabaña, como única cicatriz de la única derrota de su padre. El viento era fuerte, tan fuerte como nunca antes, pero el viejo Froilán no se iba a rendir, iba a proteger lo suyo, lo que amaba y lo único que le quedaba. Al final, le costó todo, y el centinela ya no era tal, pues esas pampas ya no le pertenecían a nadie.