Era una fachada, la ironía no pudo más que hacerle sonreír. La excitación de vivir en un mundo de mentiras meticulosamente articulado, en el cual se alzaba como único poseedor de la verdad, se estaba desmoronando. El poder se escurría entre sus dedos, la máscara se había despedazado, ya no podía confiar siquiera en su reflejo.
Ahora reía, su obra maestra se alzaba frente a sus ojos. Se sentía como una versión esquizofrénica de la vida de Truman, sólo que en aquella bizarra quinta dimensión todos le decían la verdad, mientras él corría en círculos, demasiado rápido como para salir de la mentira. Tras el espejo se encontraba el maestro titiritero, su propio Kristoff personal, aquel reflejo que hoy desconoce, el aterrador inconsciente que mueve los hilos hacia su réquiem y en un crescendo cada vez más aterrador.
Había abierto los ojos, era una marioneta de los miedos que ya no cabían bajo la alfombra. Era el clímax absoluto de sus mentiras, demasiado perfectas para encontrar una grieta a la cual asirse, demasiado abrumadoras para hacerles frente, demasiado alienadas, demasiado vivas.
Quería hacerlo, quería decir aquellas verdades que lo estaban sofocando. Quería gritar que aunque fuese una locura o una cursilería, que aunque fuese demasiado de prisa, ella había hecho tanto por él con sólo estar viva. Quería gritar que ella era su grieta, que los miedos escapaban y su seguridad se desmoronaba, que todo lo que lo llevó hasta ese punto fue una ilusión, que al fin había despertado, que aquella flor que tardó tanto tiempo en entregarle, había florecido el primer día.
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