Se había arrepentido. Sólo bastaron unos
segundos para que las lágrimas se fundieran con el mar, y el coirón, frío, seco
e implacable hiciera brotar lágrimas rojas y desgastadas de sus pies descalzos.
Cada paso era peor que el anterior y con cada uno de ellos que daba hacia la
vieja choza junto al árbol doblado se daba cuenta de que no era la misma de
antes. Su entereza, al igual que esos callos que la hacían sentir tan orgullosa
en su niñez, se había desvanecido.
Todo, excepto ella, seguía igual, al este,
la costa más rocosa que arenosa y el mar, que se extendía tan lejos como lejos
llegaba la vista. Al oeste, pampas interminables y ventosas que se fundían con
las montañas, y en el centro de aquello, como un tenaz y obstinado centinela de
sus recuerdos, seguía él, el árbol inclinado, demasiado testarudo para morir,
demasiado orgulloso para dejar que el viento lo derrote, pero era sabio, pues
sólo él se había adaptado a los azotes de su tierra. Si, era el único que se había
doblado, pero también era el único que seguía en pie.
Siguió caminando, inmersa en sus recuerdos
y en un viento fuerte e incesante, sus lágrimas no alcanzaban sus mejillas
antes de ser llevadas por la corriente. Todo ello le recordaba la cálida
sonrisa de don Froilán, su padre, tan testarudo y orgulloso como el viejo
centinela, tampoco se permitiría sucumbir ante la madre naturaleza, y
protegería su regalón bote mariscador hasta su último aliento.
Casi podía sentir el olor del café caliente
en las tardes heladas, las risas que compartía con su padre en la pequeña
cabaña, que los protegía de un viento tan similar al que sentía ahora, que no
pudo hacer más que detenerse y dejarse vencer por sus recuerdos.
Tras unos minutos el frío la sacó de su
trance, fue entonces cuando abrió los ojos, ya no podía andar a pata pelada por
las viejas pampas de su padre, ya no podía subir al árbol doblado por el
viento, ya no había nadie para recibirla con una sonrisa, curarle las heridas y
decirle bonitas mentiras.
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